Título: White noise

Autor: Don DeLillo

Editorial: Penguin Books

País: Estados Unidos

Edición: 2009

La novena novela de Don DeLillo fue White noise, se publicó por primera vez en 1985. El libro fue incluido en la lista de las 100 mejores escritas en inglés entre 1923 y 2005 según la revista Time, y desde entonces ha sido reeditada en múltiples ocasiones como clásico de Penguin (en español se publica bajo el título Ruido de fondo, en las editoriales Circe, Seix Barral y Espasa). No resulta desproporcionado llamarlo de esa forma: los clásicos cargan ese título porque, sometidos a la prueba del tiempo, nos dicen más sobre nosotros mismos de lo que nosotros podemos decir, aún en el presente. White noise hace esto y a la par revela otro rasgo un poco más siniestro de las grandes obras de arte: su carácter profético. En cuanto a qué sucede en la novela, y por qué nos concierne, tenemos poco (quizás a fin de cuentas demasiado). El protagonista es Jack Gladney, un profesor-investigador que no habla alemán, pero imparte la materia Estudios Sobre Hitler en la universidad local de un pueblo bucólico (cualquiera sobre el área del midwest estadounidense). Gladney, junto a su excéntrica familia, compuesta por su esposa Babette y cinco hijos de distintos matrimonios, vive, entre su propio drama individual, el acontecimiento que da título a la segunda parte de la novela: the airborne toxic event. Un accidente químico expulsa hacia la atmósfera una inmensa nube de toxinas letales. Hasta este momento, podemos afirmar que durante cien páginas no sucede nada. Pero para este entonces hemos de haber aprendido a sospechar palabra por palabra de toda novela en la que no sucede nada: cuando es así, el drama suele pasar a un segundo plano y nuestro protagonista es, en muchos casos, la propia prosa. Desde el convulso mundo interior de Gladney, la vida estadounidense transcurre, según la conciben los comerciales de autos, cereal y antihistamínicos: cómoda, segura y cada vez más extraña conforme la sigues mirando. En incontables visitas al supermercado, Murray, colega de Jack, divaga sobre la muerte, la tecnología, el Día de Muertos y el Super Bowl. La familia habla de las noticias: las “falsas”, las “reales”, y las “de otro tipo.” El tiempo se suspende, la novela es puro ruido de fondo (o ruido de fondo puro). Pero, del mismo modo en que ocurre al sentarnos frente a la televisión para cambiar canales durante dos horas, al final llegamos a algo. Cuando el accidente ocurre, la prosa no nos permite olvidar la corrosión de la cultura norteamericana que enmarca la novela: una compañía utiliza actores para simular un ataque terrorista, y distraer la atención de los misteriosos episodios de déjà vu que experimentan las personas expuestas a la radiación. Un nuevo medicamento en fase de investigación promete erradicar el miedo a la muerte. De inicio a fin se nos ofrece más de una perspectiva hacia la materia esencial de los clásicos: lo humano atemporal. La unión entre Jack y Babette peligra cuando ella desarrolla una adicción al fármaco, y en el proceso le es infiel a Jack con su dealer. Gladney piensa que lo más razonable para sosegar su propio miedo a la muerte es dispararle al sujeto, pero recibe la bala él mismo. En el hospital, las enfermeras sólo hablan alemán, y como dijeron Talking Heads o Bret Easton Ellis, conforme todo caía a pedazos, nadie prestó mucha atención…

Pero existe la salvación. En el fondo nuestro morbo lector es el mismo deseo humano de saber qué sucede al final, cuando el destino nos alcance. Es justo lo que nos lleva a preguntarnos por “lo humano” y escribir al respecto. El temor a establecer un contacto con el otro desde la vulnerabilidad, o la oportunidad de hacer paces con la tragedia, pronto parecen asuntos más allá de la realidad. Desde la sospecha, la incongruencia y la desfachatez, o entre la marea de información, soledad y disparates, con frecuencia olvidamos que la literatura puede ser divertida, e igualmente real. Aún es, en términos de Milan Kundera, un espacio hipotético, impredecible, experimental (y por esta misma razón, inabarcable). Y esto no significa que por ser divertida deba abandonar su impulso de rebelarse contra todo, o en el último acto contestatario concebible, imaginar el triunfo del amor sobre el nihilismo. Sólo que a veces el impulso es la lucha, y con eso basta. Así es también la verdad: un esfuerzo irrenunciable, una broma cuyo remate nunca llega.

Por: Sebastián Jiménez Galindo

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