Por Juan Manuel Alva

Con este texto Juan Manuel Alva nos lleva a conocer míticos lugares de la Ciudad de México.

El Centro Histórico de la Ciudad de México tan lleno de comercios, oficinas, museos, imprentas, restaurantes, vecindades y cantinas, también se caracteriza por los Cines XXX que con sus películas despiertan cachondería y excitación; fueron fundados hace más de medio siglo y entre ellos se cuentan el Savoy, el Río y el Cine Venus, ubicado en el número 34 de la calle República de Chile.

Crédito: Jorge Lizama. Cybermedios.org

Tenía más de un mes que no me aparecía por la facultad. La carrera dejó de interesarme. Nunca tuve un aliciente para mantener pegado el culo a una banca tan dura como los cabezas que se postraban frente a mí. Los estudiantes masticaban sus manualitos de teoría y política económica con entusiasmo de feligreses que aspiran a engrosar la tropa de fámulas al servicio de lo que llaman “la nueva economía o la economía global”. Es la moda, lo de hoy, la bolsa de valores es el verdadero capitolio de los países,nos repetían los maestros con el arrebato de un presentador de circo que anuncia su mejor acto.

Las compañeras de clase hacían lo posible por encajar en el aforismo de Shopenhauer acerca de las mujeres: pelo largo e ideas cortas. En lo único que se esmeraban era en dejar los pasillos apestosos a perfume. Único rastro sin duda, que dejarían de su paso por la facultad. Mientras, los futuros economistas parecían fabricados en serie con sus trajes y mocasines pulcros, anhelando trabajar en una empresa trasnacional que, según ellos, asegurará su futuro.

Yo sólo tenía asegurado desde hace doce años, un trabajo mediocre en la Compañía de Luz. Mismas caras. Mismos albures. Mismas mentadas de madre. Mismas torteadas. Mismo todo. Insipiente realidad la que tenía que disfrutar. Mi existencia se reducía a formar parte de la horda de cazadores en busca de un lacónico placer.  Estaba seguro que la ley de la oferta y la demanda obedecía más a exigencias prácticas que a gráficas en papel sin sentido.  Mi salario semanal apenas cubría lo necesario para pagar los réditos a los agiotistas del trabajo. Veinte por ciento mensual. Fisiócratas natos. Tenía que esconderme de alguno de ellos si quería llegar al fin de semana con un poco de dinero.

Por todo ello es que esperaba el camión que me llevaría a conocer el placer de la vida matutina de la Ciudad de México. Una vida igual de superflua a la mía, pero me empeñaba en buscar vidas más significantes. Deambulando por la ciudad había descubierto un oasis licencioso. Justo lo que necesita un lumpen en decadencia como yo.

Crédito: Mexas Vlogs

Llegué al metro Allende. Caminaba por la calle de Tacuba hacia República de Chile. Un grupo de cristianos tocaba una cumbia que me hizo recordar a Citlali. Me pregunto porque no te olvido si no me valoras, si en tu cuerpo fui solo un momento amor de unas horas. Citlali gimiendo encima de mí, cubiertos con una sábana y mis amigos bailando a unos metros de nosotros en la cabaña de Plan de Ayala. Citlali besándose con su novio. Citlali traduciéndome To the end de Blur. Citlali en mi cuarto, enloquecida dando puñetazos a la ventana, lanzando mis libros y cidis al suelo. El claxon de un microbús mentándome la madre me hizo reaccionar y di un brinco hacia atrás ¡No eres de plástico pendejo! oí gritar al cobrador.

Como de costumbre compré dos botellas miniaturas de Jack Daniels y un Seven de medio litro en La Europea de Tacuba. Vacié la mitad del refresco y lo rellené con el alcohol. Un anuncio colosal de la cerveza Corona sobresalía al final de la calle e indicaba el camino a seguir. Los tragos que le daba a la botella eran generosos.  Nueve y media de la mañana. Llegaría a la primera función. La gente se aglomeraba en la esquina de Donceles viendo a un chavo de no más de quince años pintando paisajes con acrílico en corcholatas de refresco. Me detuve un instante, vi montañas con cascadas, cerros de nieve y árboles a medio morir. Escenarios que nunca veremos los pobres citadinos.

Caminaba por la calle de la ilusión y la perversión. Maniquís con cuerpos deseables, modelaban tras los aparadores, vestidos para toda ocasión festiva. En Yadira. Costura de alta confección,miré a mi muñeca consentida. Esta vez lucía un vestido azul cielo, amplio y largo de abajo pero muy escotado. Sus tetas duras y firmes se asomaban orgullosas de su perfección. Sus ojos color miel brillaban como nunca.

Al fondo de la tienda dos empleadas murmuraban, me miraban y al unísono pelaban sus dientes. Siempre lo hacían. No me importaba. Me despedí de mi muñeca guiñándole el ojo.

A una cuadra del cine Venus comencé a tener una erección. Constantemente me pasaba. Mi cuerpo se predisponía.

Comenzaban a llegar los primeros parroquianos a La Dominica, cantina vetusta que está en contraesquina del Venus. Los carteles de las películas a proyectarse enmarcados en la entrada del cine atraían las miradas discretas de los peatones que pasaban por República de Chile y Belisario Domínguez. El volantero del Venus saludaba alzando la cabeza a todos los que cruzábamos la línea de la doble moral a la morbosidad. Me pasaba de largo, nunca le respondí el saludo. Pagué veinte pesos del boleto y entré.

La película ya había comenzado. Escasa concurrencia a esa hora. Poco más de treinta cabezas permanecían pegadas al respaldo de los asientos. Encendí un cigarro esperando una escena con más luz para poder llegar a mi butaca. La película transcurría en un castillo. Los actores caminaban hacia un balcón con una vista impresionante. Lagos artificiales e inacabadas extensiones de jardines hacían comunión con la actriz nórdica.

Comencé a caminar despacio, a tientas, guiándome con la pared. El pasillo olía a lejía, olor que perduraría poco. El humo de cigarro, el sudor y el semen, llenarían poco a poco la atmósfera del Venus. Llegue a la tercera fila. Cerca del baño.  Mi lugar preferido. La tenue luz del baño funcionaba como escudo protector, repelía a los putos que daban vueltas y vueltas en busca de quien solicitara ayuda. Se les veían totalmente encorvados al asiento contiguo de su pareja ocasional, con la cabeza gacha moviéndose al mismo ritmo de la mano que la sostenía firmemente.

Me senté y di el último trago a mi bebida. La mujer rubia de la pantalla fingía gritos de placer mientras era penetrada por el culo. Sus tetas, más que ocasionarme una erección, me provocaron asco, demasiado grandes para ser reales y con tonalidad verdusca por las venas inflamadas. Fue un close up desafortunado.

El desfile comenzó. Del baño que alguna vez fue para mujeres, salió el primer par de muñequillas. Una con vestido negro, corto y pegadito, dejaba ver una figura tosca e insultante como el sonido de sus tacones que retumbaban el cine. La otra, flacucha pareja, con minifalda tableada que le cubría media nalga, y un top rojo a cuadros que hacia juego con su faldita. Sus senos eran tan pequeños que no se distinguía ningún relieve en el pecho. Esperaría que diera una vuelta al cine para hablarle.

Se agachó y me dijo los precios. Con mi mano izquierda le agarré la nalga y le di palmaditas. Ahora la actriz era penetrada por dos sujetos en un potrero, su expresión era la misma. No se inmutaba. Debería actuar mejor.

Fue la última escena que vi antes de entrar al baño detrás de la escuálida mujer. Del lavamanos tomó un trozo de papel higiénico, un condón y un tubo de lubricante. La primera taza funcionaba como camerino. Había dos mujeres de unos cuarenta y cinco años dándose un último retoque antes de salir al coliseo. En la taza siguiente se oían fuertes suspiros dándose también un último retoque. Al fondo del baño un chavo con cara de crudo hacia las veces de vigilante, fumaba paciente sabedor que su turno sería largo y éste apenas comenzaba.

Nos metimos en la última puerta. Subí un pie a la taza para tener más espacio. Ella se agacho y comenzó su labor. Los gritos desaforados de la nórdica se oían hasta el baño. Cerré los ojos. No imaginé a Citlali, ni a la actriz de la película, sino la boca delicada de mi muñequita de ojos amielados. Con mis dos manos sostenía la parte trasera de su cabeza empujándola fuertemente. La flaca cincuentona trataba inútilmente de oponerse. Hacia como si fuera a vomitar. Después de unos cinco minutos me empujó hacia atrás, no me dijo nada y cambió de posición. Se encorvó a la mitad con sus manos apoyadas en la caja del agua y sus piernas bien separadas. Me moví despacio, arrastrando los pies, con mi pantalón hasta los tobillos era difícil caminar. Sentí en las nalgas el frío metálico de la puerta. Se untó lubricante. La penetré. Volví a cerrar los ojos. Poco a poco mis movimientos se hacían rápidos y violentos. Unos tímidos gemidos salían de la flacucha. La actriz dejo de gritar, sólo se escuchaban diálogos en inglés.  Imaginaba el vestido de noche de mi muñeca. Estaba a punto de venirme. Sentí una mirada y entreabrí los ojos. El vigilante, parado en la taza de a lado, exigió que siguiera, mostrándome una afilada punta que sostenía con la mano que tenía desocupada. Como pude, jalé el pasador de la puerta y salí del baño a prisa. Fui tropezando torpemente con los putos recargados en la pared del cine. Varios me siguieron, con manotazos me fui abriendo camino. Unos pasos antes de llegar a la cortina negra de la entrada pude subirme el pantalón.

Pensé tomar un trago en La Dominica, pero dos cabrones me hostigaron hasta la entrada del cine. No se si me persiguieron. Corrí despavorido sin rumbo fijo.

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