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Por Sebastián Jiménez Galindo

Yo quiero mucho a David Lynch. Su mirada, siempre como si estuviera tratando de recordar algo importante, me transmite el valor viviente de la obligación. Pero no me refiero a las obligaciones desalmadas, dispuestas a quebrarte por dentro y por fuera. Estas, por desgracia, las conocemos muy bien: son las que al llegar la noche suelen dar por muertas tus capacidades de concentración y energía para dedicarte a esa otra cosa tan exigente (propicia a desencadenar frustraciones y angustias), que llamamos “el trabajo artístico”. Cuando me arrastro hacia el final de un día difícil, me gusta imaginarme frente a frente a la mirada compasiva de un retrato de David Lynch, o cualquiera de los autores a los que me refiero como mis amigos. Entonces delibero si he fallado o triunfado un poco, cómo fue y por qué. A la mañana siguiente, en condiciones ordinarias, abro los ojos y la lucha se repite.

Pero ese es el tema, el arte también es un trabajo. “Work comes first”, me decía uno de mis mejores amigos en la universidad, quien dirigió mi primera obra de teatro y compró pizzas para todos en el intermedio. No se refería a mi trabajo de cargador o al suyo de sandwichero, aunque gracias a esto rentamos el espacio (por otra parte, tampoco solucionó todo: tuvimos que perpetrar robos menores para completar la utilería). El contrato del trabajo artístico se firma con sangre y la paga es injusta, inmaterial o inexistente. Y la analogía podría continuar. El asunto crucial es que se trata de un compromiso con la primera pasión encendida durante algún instante crítico y oscuro de nuestras vidas: cuando la posibilidad de cierta comprensión con el otro sólo existía con tus amigos (tu angustia de influencia, tus ecos, tus muertos). Después comienzan las ideas, a partir de un complejo proceso mental mediante el cual el pensamiento procura desenredarse con más y más cuidado, a través del trabajo. Para ello aprendemos la necesidad de establecer prioridades, manejar el tiempo y pensar a futuro. Es crecer. Pero ojo: sin la primera pasión aún encendida, el arte que logremos, así sea con la mayor especificidad de ideas y el rigor de la experiencia acumulada, no será distinto a una presentación de PowerPoint sobre Política de entorno organizacional favorable en tu empresa (¡Es tarea de todos!).

Crecer, y a la vez, procurar una visión artística propia, significa llevar hacia lo bello y funcional la urgencia violenta de que alguien te comprenda (el mito del genio atormentado e incomprendido está muerto: el acto más contestatario es aceptar que todos buscamos cariño, ternura y comprensión). Como escribe Camus: “toda la cuestión consiste en saber si uno puede vivir con sus pasiones…” La obligación es serte fiel a ti mismo, no hay más. Eso significa la integridad artística: aquella disputa cuando un artista “se vende” o no, si cede ante las exigencias corporativas de sus benefactores, o sigue un camino quizás más solitario, libre y autosuficiente. Ejemplos de amigos como Lynch, que prefieren una ruta menos transitada en lugar de comprometer su visión personal, abundan. No porque el dinero sea la raíz de todos los males (aunque en parte lo es), sino porque vivir con las pasiones presupone saber improvisar.  En su caso, su última película, Inland Empire, de 2006, concluyó sus esfuerzos en la pantalla grande. Al menos eso según algún autor calvo del Syndey Morning Herald en 2016. Pero lo lyncheano, sus motivos y obsesiones, permanecen en otros medios, como sus experimentos en internet. Hoy, por ejemplo, lo vemos imaginar un mundo más amable, mientras construye un candelabro de pared, informa sobre el clima o permanece en silencio. Vale mucho escuchar su voz, que a veces se quiebra un poco al final de una oración, y entonces emite esa tosecilla, como lo hace mi abuela, y comienza otra idea. Al final de un silencio siempre viene otra idea. Exactamente como sucede durante la meditación, por cierto.

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