Por Celic Rosas

En el pueblo de San Miguel Técpan, no importa que sea lunes, martes o jueves, todos los días son iguales. Muy lejos de la ruidosa Ciudad de México, este pequeño pueblo situado en el municipio de Jilotzingo goza, aún, de una larga extensión de bosque de oyamel. Está rodeado de otros pueblos: Santa Ana, Espíritu Santo, Las Manzanas, San José, San Miguel Técpan.

Un empedrado antiguo rodea la iglesia de San Miguel. Rosales rojos, rosas y amarillos resguardan las jardineras, al igual que arcos de cedro de al menos siete metros de altura. El paisaje desde el kiosco es de anillos de montañas lejanas, cobijadas por un diáfano cielo azul. Se observan también algunas casas de adobe, o sus restos, techos de lámina, cercas de madera, casas grandes de alguien que quiso retirarse del tumulto citadino, milpas de maíz, avena, chícharos, habas. Es una comunidad rural en la que la habladuría abunda, se transmite de boca en boca y, cuando menos lo esperas, ya todos saben sobre la visita de un viejo amigo que, según ellos, es acaso con quien engañas a tu novio. Aún se ven personajes con sombrero y un ayate en los hombros, acarreando el rastrojo para sus caballos, mujeres mayores con sus dos trenzas colgando en sus espaldas y un mandil desgastado abrazado a la cintura.

Diría que los 1495 habitantes de este pueblo tienen la virtud del viento, son capaces de llevar las hojas, las novedades de un lugar a otro y dejarlas donde más les convenga. Lo curioso es que, con el contexto de la pandemia, son raros los casos de quienes hablan sobre ello, de quienes son conscientes del COVID-19.

Un día normal de pandemia en San Miguel Técpan

Para la gran mayoría, el día comienza a las siete de la mañana. A esa hora la hija del difunto carnicero del pueblo sale con sus botes de ropa sucia hacia el lavadero que está frente a la calle principal. Deja abierta la llave del agua todo el tiempo: litros de líquido vital desperdiciados. Las dos pequeñas tiendas abren a esa hora también. Los dueños barren la entrada, prenden sus radios o televisiones y se sientan a esperar a los clientes. La única precaución ante el virus es un plástico que cubre la especie de ventanilla en la que se cobra y se pesan las frutas y verduras. Son contados quienes llevan cubrebocas. Ni siquiera los dueños de las tiendas los usan. Ellos reciben el dinero, dan el cambio y los productos con la misma mano. No se desinfectan.

            A mediodía, las señoras del pueblo se encuentran en alguna de las tiendas e intercambian sucesos de suma importancia. No invitan a la tal Susana entre ellas: se abrazan, se tocan los brazos, lanzan carcajadas con partículas de saliva.

Mientras tanto, los niños atienden, supuestamente, las clases. Se escuchan algunos gritos de padres enfadados que llaman a sus hijos para que asistan a sus clases. Una de mis sobrinas, quien tiene 4 años, viene al jardín de mi casa a tomar su clase de una hora y media. Son muchas familias, además de mis tíos, las que no tienen internet. Así que la abuela la acompaña y trata de que ponga atención. Sin embargo, afuera es mucho más atractivo; se aburre contemplando a la pobre maestra que no se da abasto con tantas preguntas sin sentido. En ese poco tiempo, tan solo algunos aprendieron, a medias, la letra s. Así, poco a poco aumenta la pobreza educacional, disminuyen las forzadas ganas de aprender, se acrecienta el desinterés y el sinsentido de la vida.

            Por la tarde, el pueblo se encuentra vacío. Todos los habitantes están en sus casas degustando algún guisado. Después de la comida, la soledad toca a la puerta y algunas señoras visitan a otras para conversar de aquello. Entonces sí, el tema del COVID-19 surge. Hablan de las personas de pueblos vecinos que han fallecido. Culpan a quienes vienen de la ciudad. Ellos son quienes traen el bicho. Incluso acusan al gobierno de un plan malvado para matarlos a todos, y siempre terminan la charla implorando al cielo que todos los orientales mueran, argumentando que son muchos los humanos y ellos son una plaga especialmente. Prefieren permanecer ignorantes para continuar en ese estado de felicidad incorruptible que permite el pueblo.

            Cuando llega la noche, los grillos son los únicos que transitan las calles. Desde las siete p.m., no hay ningún alma vagando. Las señoras se sumen en pensamientos angustiosos sobre la eterna interrogante de lo que prepararán de comer al día siguiente. Los señores simplemente se pierden en el televisor o en la radio.

            De esta manera, ajenos de una realidad peligrosa y muy cercana, viven sus vidas al día. Me pregunto qué pasará cuando les llegue un mañana fuera de sus planes, corrompiendo su apacible cotidianidad. ¿Qué pasará cuando un virus como el COVID-19 reserve una larga estadía en San Miguel Técpan? Ahora, sin ningún tipo de cuidado, ¿cuántas vidas se cobrará?

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