L.C.Bornio
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Se acerca el día de muertos y los altares se alargan para que quepan las nuevas calaveritas de azúcar con sus nombres en la frente. Nunca es fácil decir adiós a un ser amado, pero en este año en el que todos los mexicanos hemos perdido a alguien, es aún peor. En muchas ocasiones tenemos que renunciar a las ceremonias que hacen un poco más llevadera la despedida. Reunir a toda la familia en un espacio cerrado para rezar por el alma de la abuela, implica el riesgo de futuros sepelios. Ante esta situación, ¿cómo logramos aceptar la muerte? ¿Cómo cambiar un abrazo de consuelo por las cobijas de una cama fría y llena de lágrimas? ¿Cómo cambiar los pésames por la soledad y el silencio en que se transforman los mensajes de redes sociales? No es suficiente abrir el zoom para ver las caras trabadas de los tíos lejanos sosteniendo el rosario. Por otro lado, los funerales presenciales en México se han tornado en uno de nuestros característicos escenarios surreales: gente llorando bajo las caretas, abrazándose de lejos con la mirada empañada y los mocos escurriendo por el cubrebocas. A veces ni entre la propia familia se alcanzan a reconocer bajo tantas capas. Así que este año recae en el altar de muertos la posibilidad de honrar a los que se nos adelantaron. No hay momento más difícil que poner por primera vez una foto entre los cempasúchiles, pero ese ritual puede convertirse también en una catarsis. Así que tal vez este año los festejos se hayan cancelado, tal vez no podamos ir al centro de Coyoacán a ver las ofrendas, ni salir a pedir dulces, ni emborracharnos en alguna fiesta de Halloween, pero aunque los panteones cierren y tengamos que seguir siendo pacientes y quedarnos en casa, seguramente eso es justo lo que necesitamos para sanar: un día de muertos donde recordemos que como mexicanos tenemos que pintar de colores nuestro dolor, encender las velas para espantar el frío, y pensar en nuestros seres queridos que se han ido y que seguro agradecerán que no salgamos a reunirnos con ellos.  

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